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                            A todos aquellos que, tomando conciencia de  que son                         ciudadanos, trabajan ya renovando la vida política

Un año ha dormido, sin ser despertado, el cuaderno de mis reflexiones. Y, cerrado, ha estado fuera de la mirada de los antiguos lectores. Pero es que se presentan épocas en las que los proyectos en los que uno se ha desvivido tienen que ser dejados a un lado, en parte, porque la vida que los mantenía ha huido a otro lugar, en parte, porque caprichosos acontecimientos rompen la ilusión en la que se sostenían. Las dos circunstancias concurrieron en mí el pasado año por estas fechas con el resultado de que ese cuaderno que, de vez en cuando se abría, se cerró. Sé que, algún día, tendré que dar cuenta, con el detalle del análisis, de las razones que han llenado esta página en blanco y este tiempo de silencio. Los pequeños desengaños y fracturas en la experiencia del mundo, que dan al traste con proyectos iniciados, nos conducen al lugar de nuestra reflexión como el lugar al que volvemos para guarecernos de la intemperie de los fracasos. Baste ahora que sepan mis lectores que, por las cosas que pasan en nuestra España, el Club de la Constitución se dividió y que mi blog hubo de ser sacado de la hornacina en la que estuvo expuesto para buscarle un sitio propio. En un fin de semana tuve que adecentarle un lugar y buscarle un nombre para que, libremente, iniciara su camino; pero, cuando estaba listo, otras ocupaciones se llevaron el vigor que este necesitaba para partir, así que su mirada quedó, como tantas otras, parada e inmóvil en medio de un mundo cuyo movimiento giraba y giraba alejándose en sus revoluciones de la tranquilad del ojo observador  con el que mi blog quería ver el mundo.

Pero ni la vida ni sus ocupaciones más internas ni la vuelta a ese saber que requiere el trabajo del espíritu pueden hacer que la mirada, siempre traviesa, no se desvíe de su centro al mundo. Así que, después de mi último e incompleto trabajo sobre la corrupción, nuestra situación política, que se abría a los ojos, se presentaba ocasionalmente a mi mirada con la exigencia, siempre presente en la pre-ocupación, de sopesar el curso del mundo. Si en aquel entonces mi blog tomó por título “Ejercicios inciertos de fenomenología práctica”, fue porque quise volver a la figura del espectador y mantenerme, vuelto del mundo, en el trabajo interior de la reflexión. Pero sobradamente sabemos que esto es vana ilusión porque, pese al esfuerzo de llevar el mundo al reducto de nuestro interior, no es posible algo así como  abrir un hueco en el mundo para quedarnos en él como en el tabernáculo en el que guardamos nuestra ley del acontecer del mundo. Nosotros no podemos, pero también es el caso que el propio mundo, con sus requerimientos y sus fisuras de sentido, no hace tampoco mucho para que nosotros, entregados a nuestros quehaceres pensativos, permanezcamos  aislados de su marcha.

Así que, a pesar de mis resistencias y, tocado hábilmente por la amistad, ese mundo cercano, que lentamente empezó a girar a propósito de las elecciones europeas, me pedía que tomara, con mis maneras, parte en su formación. Pocas veces, tenemos oportunidad de ver cómo el mundo que tenemos a nuestros pies, el mundo que ha sido sostenido por determinadas creencias, empieza a agrietarse y a romperse, y pocas veces tenemos la oportunidad de ver surgir, de las hondonadas, un nuevo mundo. El que haya tenido una conciencia vigilante para el dominio de lo político habrá visto como, en poco menos de un año, se ha producido un cambio de juego en nuestro espacio público, de tal manera que pocos pueden negar que estamos en un momento importante y decisivo para nuestra experiencia política: las nuevas fuerzas, que configuraran nuestro  mundo y con él nuestras vidas, bullen en estos momentos con tal decisión y brío que están enturbiando el tranquilo cauce por el que parecía que discurrirían, por tiempo, las aguas de nuestra política. Estamos en un momento ciertamente de cambio y, por ello, no es extraño que unos lo vivan con el temor propio de quienes saben que un mundo se hunde y otros con la fascinación propia de quienes saben que un mundo se levanta. Nuestro tiempo ha roto las viejas confianzas descosiendo  el mundo que ellas tejían y las nuevas, aun estando preparadas, todavía no se han introducido para hilarlo nuevamente. Nos vemos, por ello, arropados con desgarraduras pero todavía no sabemos ni quiénes serán ni cómo serán los nuevos tejidos de nuestro mundo.

Así vivía, más o menos, mi tiempo, y así sabía que, con él tenía, que mudarme. Y fue aquí cuando caí en la cuenta de la causa que provoca el gran yerro de nuestra  vida política: si el mayor peligro al que se expone nuestra política es el carácter patrimonialista con el que los políticos se apropian de lo público arrebatando para sí lo común, entonces era evidente, en primer lugar, que sólo devolviendo a los ciudadanos su espacio público y sólo procurando un ejercicio de verdadera ciudadanía, podría, en el horizonte de nuestro mundo, enmendarse tal desacierto y, en segundo lugar, que sólo participando cada generación  en el espacio público podría renovarse la vida política. Hay que decir, para entender cabalmente esto, que la corrupción  no es sino la consecuencia del ejercicio que ve lo común como patrimonio particular. Tenemos hoy la firme convicción de que el bipartidismo, que tan importante ha sido para dar estabilidad a nuestra democracia, hoy se hunde porque los partidos políticos, colonizando el espacio público y sus instituciones, han utilizado la posición de privilegio en la que se encontraban para ensanchar el propio patrimonio en vez de entregarse al trabajo en el espacio público como quien está de paso. No digo yo que los dos grandes partidos por igual hayan sido responsables de esta situación, pero la conciencia que hoy tenemos como ciudadanos es que los partidos que han gobernado por largo tiempo –que nadie se olvide de CiU– se han llevado a casa –o a sus paraísos– lo que era de todos.

Este sentido se ha hecho especialmente evidente cuando aquellos que son nuestros representantes se han convertido de facto en nuestros soberanos y nosotros los representados en sus vasallos. No son muchos los que ejercen en nuestras ciudades y nuestros pueblos el derecho de libertad de opinión en su condición de ciudadanos sin que esta opinión esté mediatizada por un partido político. Y es así, de este modo, como se tiene experiencia de que las instituciones han quedado en manos de los partidos políticos y de que, lo que habría de ser de todos, ha quedado al gobierno de unos pocos y siempre los mismos. Ni mi generación, ni la generación que me antecede ni la generación que va tras la mía han tenido verdadera oportunidad de configurar el mundo, con más o menos acierto, según sus creencias  y decisiones, porque durante mucho tiempo nos ha parecido bien que fueran los mismos los que una y otra vez concurrieran y ocuparan los cargos de las instituciones públicas. Mientras los aplaudíamos no veíamos, en el furor  de que estuvieran ahí los nuestros para que no estuvieran los otros, que perdíamos el lugar de ser nosotros mismos los que, asumiendo la responsabilidad que da el nacer en libertad, tendríamos que estar ahí. Los partidos cada vez han asumido más que sólo a ellos les compete sostener las instituciones que articulaban el espacio público  y han olvidado, pese a su  mala retórica, el sentido que tienen en la democracia: el de ser meros representantes elegidos para la gestión de lo público.

Que sean los propios partidos los que decidan y nos obliguen a votar a nuestros representantes es sólo un ejemplo más de esto. Los partidos políticos han olvidado interesadamente sus funciones representativas o vicarias del pueblo. Pero también es cierto que, si los ciudadanos ceden incondicionalmente su poder a los partidos, ellos se apoderan de las instituciones organizándolas a su servicio. Y no es extraño, llegada esta situación, que los que tendrían que saberse con el poder, se vean como beneficiarios del poder político y de tal manera que, siendo libres, terminen creyéndose deudores. Se trata del fenómeno del clientelismo que es una sustitución, en nuestras sociedades capitalistas, de la antigua figura del vasallaje.  Sin el ejercicio de la ciudadanía responsable que implica que cada generación tiene que tener la oportunidad de ejercer su derecho de participación política, es difícil que se renueven las instituciones y con ellas el propio espacio público.

Pero hoy han irrumpido en nuestro espacio político nuevas fuerzas que tienen la firme voluntad de romper con esta separación, desvío y perversión de lo político. Efectivamente, cuando decimos que hoy han irrumpido nuevas fuerzas políticas que han hecho viejas políticas anteriores queremos decir que ya no queremos partidos que nos gobiernen de esta manera sino que nosotros mismos queremos ser los artífices de nuestro gobierno, es decir, queremos romper con las estructuras que han invertido el eje de las relaciones de la verdadera democracia. ¿Quién puede creer que algo puede cambiar en nuestra Andalucía si los que han estado en el poder han hecho suyas las instituciones políticas? Callamos y miramos a otro lado porque sabemos todo lo que nos jugamos en la exposición pública, pero esto significa que hemos renunciado a una de nuestras libertades fundamentales. Esta es la situación a la que se llega cuando una generación y otra han aplaudido a los mismos para que ocupen los más visibles lugares del espacio público y cuando la propia participación ha estado muy condicionada por determinadas políticas de partido. ¿Qué mayor prueba de patrimonialismo queremos que la que muestra que la representante máxima de un Gobierno hereda su cargo político y disuelve el lugar de la representación cuando sólo a ella le interesaba? Quien actúa así en un cargo político ya presupone que los ciudadanos son en el mejor de los casos buenos votantes, en el peor palmeros que nada ganan, y entre unos y otros, meros clientes que saben que su apoyo hoy tendrán beneficios mañana.

La vieja política es esto y la nueva política es la que ya no lo quiere. Y nosotros, que estamos entre una y otra, efectivamente, queremos que una deje paso a la otra, que una se hunda definitivamente para que la otra emerja y ocupe el lugar que le corresponde. Queremos una nueva política y con ella queremos vivir nuestro propio tiempo y hacer nuestro mundo. Nuestro tiempo es el tiempo de la participación política y el tiempo de mantener con nuestro propio trabajo la configuración del mundo que salga de nuestras manos. Ahora bien, somos conscientes que no somos iniciadores de esta democracia y mucho menos que  no somos quienes queremos arrancar su raíz después de haber gozado de sus frutos. No queremos radicalizar nuestra democracia para  empezarla de nuevo, ni queremos subvertirla con proclamas e ideas que esconden en su fondo propuestas totalitarias con la que se habla en nombre del pueblo pero se le usurpa sus derechos de ciudadanía. Sabemos que este  tiempo tan nuevo es el tiempo que se abrió, para nosotros, tras la dictadura. Somos los hijos del perdón, de la reconciliación y del pacto político y nos reconocemos en la herencia de aquellos que, pese a sus diferencias, trabajaron en este proyecto común y que supieron apartar, en gran medida, las ideas y las políticas que, anteriormente, sembraron discordia, odio, pobreza y muerte. Por ello, nosotros, los que queremos una nueva política, sabemos que nada hay más nuevo que la democracia constitucional  y no queremos más adjetivos que este para definirla. Amamos la libertad como el principal de nuestros valores y queremos que esta libertad sea consecuencia de la igualdad y queremos unas instituciones en las que estos derechos no sólo puedan garantizarse sino también promoverse. Pero también sabemos que esa igualdad no podrá defenderse si las tareas políticas y los cargos de responsabilidad no están abiertos a todos y si todos no pueden participar en las decisiones políticas. Queremos partidos para los ciudadanos y no queremos partidos que, blindando sus listas, nos obligan a elegir  –ya no nos vale vivir en esta paradoja– a nuestros representantes. Y queremos, para que nuestra sea sociedad próspera, libertad de mercado para que sean los ciudadanos los que trabajen para crear riqueza para todos y no para la clase dirigente que vigila, con los medios del Estado, las puertas de sus despensas. Pero, al mismo tiempo, queremos que los menos aventajados no se vean marginados del espacio público para que no olviden ni posterguen en otros su propia condición de ciudadanos. Sólo así podremos vivir sabiendo que nuestras libertades básicas están garantizadas y que nuestro espacio público se sostiene social y económicamente con estabilidad. Porque, ciertamente, nada daña más la ilusión de los ciudadanos que el hecho de que el poder público imponga y dificulte los modos en los que puede prosperar la vida y nada daña más a los fines del trabajo que hacer a los ciudadanos sujetos pasivos del beneficio del Estado. Queremos, por ello, partidos políticos que entiendan cabalmente cuál es su papel en la sociedad y que se limiten a él. Y no queremos políticos que nos usen como ciudadanos con sus hábiles políticas de propaganda y que nos atemorizan con miedos para erigirse ellos, luego, como salvadores. Por último, no sólo esperamos que los partidos políticos, necesarios en un sistema representativo, se limiten a respetar las normas constitucionales sino que les exigimos algo más y muy importante: que promuevan los principios y valores constitucionales y que a partir de ahí creen, desde las instituciones, una verdadera cultura democrática que se sostenga en nuestras dos y más irrenunciables virtudes políticas: la libertad y la justicia.

Pues bien, ha llegado el tiempo de que madure en nuestro mundo todo esto que es tan nuevo pero, bien visto, tan viejo como la democracia. Nuevo, porque hemos de dejar de apoyar los que se han apropiado del mundo común y de las instituciones políticas. Viejo, porque no queremos más revolución ni más democracia radical que aquella que se funda, se sostiene y evoluciona desde el respecto a la Norma fundamental que constituyó nuestra democracia, no por tenerla como algo sagrado que se pierde en el tiempo sino porque ella es el resultado de un consenso determinado que nos dimos los ciudadanos como individuos que han aprendido a ser libres por sí mismos desde la promesa y obligación que asumieron  de considerarse iguales en los derechos. Ha llegado un tiempo nuevo, se ha roto lo viejo y ahora hemos de participar construyendo ese mundo que también dejaremos a los que a él ahora llegan. Contamos con la experiencia y con el saber acumulado en estos años y contamos sobre todo con la ilusión de mantener, renovar, mejorar y hacer más fuerte este espacio político en el que la mayoría de nosotros hemos crecido y en el que deseamos también morir, es decir, en el que deseamos, dicho de otra manera, ver nacer a los que a él lleguen.  Porque ya lo viejo es viejo y porque lo nuevo, pese a todo, es, antes que otra cosa, reconocimiento y valoración de la voluntad en la que nos dimos una Constitución, con la cual fue posible definir los contornos y los procedimientos para vivir democráticamente, digo y sostengo que el partido que mejor representa esta re-fundación en nuestro origen político de lo más viejo en lo más nuevo es, para mí, Ciudadanos. A ellos mi apoyo. Valga la página de este cuaderno como el relato del camino que me ha llevado a participar como ciudadano en Ciudadanos. Así es como he vivido la relación entre la vuelta a mi reflexión con la urgente necesidad de participar de alguna manera, y en mi medida, en este nuevo tiempo que se abre para nosotros. Lo diré, para finalizar, lacónicamente: soy Ciudadano porque soy ciudadano. Con ello solamente indicar lo siguiente: que este partido será el mío en la medida que no olvide el lugar en el que ha nacido que es tanto como decir que no olvide la condición primera que nos hace ciudadanos. Esto tendrá que llevar a nuestros representantes políticos a mantener siempre una actitud abierta, según mi opinión, hacia aquellos que siendo ciudadanos ya no quieren más políticos que corrompan el mundo público y hacia todos aquellos que siendo también representantes quieren construir y garantizar un mejor sistema democrático y también un mundo de la vida más ético. A ellos les pido que no olviden la carta en la que está escrita su credibilidad.

Agradezco a mis antiguos y nuevos lectores la injerencia de esta reflexión en sus vidas y pido, en buena lid liberal, que con las suyas propias me ayuden a mejorar la mía. Así me ayudarán a levantar este puente que tan difícil es de cruzar: el que une las orillas que van de la reflexión a la acción y de la praxis al saber. Un puente que, por otra parte, todos y cada uno como ciudadanos tenemos que cruzar, si no queremos que en la hondonada de nuestro tiempo, la corriente arrastre la morada, construida con el esfuerzo de tantos, en la que hemos vivido.