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En un rincón, a la entrada o salida de la biblioteca municipal de un pueblo de Granada hay una mesa para el libre intercambio de libros. Sólo hay una regla: para coger un libro, simplemente, hay que dejar otro. Como tengo una mirada traviesa para los libros, no puedo pasar ni a la entrada ni salida sin mirar los títulos que esperan, como diría el poeta, en el ángulo oscuro, a que alguna mano inquieta, cogiéndolos, los despierte.  Un día, cual sabueso, ocultado tras un periódico, esperé a ver como se llevaban a cabo esos carnosos intercambios. Podría suceder, por ejemplo, imaginaba, que, al intercambiar ese trozo de uno mismo que es un libro, advirtiera en alguien esa resistencia a dejar su pareja a merced de una mano desconocida; pero, al mismo tiempo, podría, quizás, ver la fruición de quien se lleva, en su valoración, una mejor prenda que la que dejaba.  Intercambiar libros y fijarse en el modo como se hace, en las atracciones y resistencias que se ponen en juego, ofrece un digno espectáculo para quien disfruta con los placenteros intercambios de las lecturas.

Sin embargo, a lo largo de un tramo de tiempo, no excesivamente largo, mi ojo avizor, ha ido viendo que el trueque per se no ha traído consigo una mejoría en los títulos que adornan la mesa.  La cuestión es sencilla: aunque partamos del hecho de que cada uno de los usuarios de la biblioteca da un valor diferente a los libros, y aunque se crea que en el libre intercambio todos pueden salir ganando, lo cierto es que, progresivamente, se ha ido empobreciendo la mesa, porque cada uno, en su intercambio, ha ido dejando un libro de menor valor que el libro que se llevaba. Se puede pensar, abstractamente, como diría Hegel, que en el intercambio todos salen ganando, pero lo cierto es que, realmente, el grupo como tal, al final, ha salido perdiendo ya que los libros de los que ahora se dispone no tienen apenas valor. Aunque las apreciaciones y estimaciones particulares sean inconmensurables –a cada uno le gusta un libro, cada uno traza una historia personal con aquello que lee, cada uno pierde el amor por un libro por razones diferentes–, es como si los intercambios se hicieran sabiendo que unos libros valen más que otros y que, puestos a elegir entre varios, cada uno de los participantes en los intercambios, podría hacer una clasificación de los libros según su valor y esta clasificación no variaría sensiblemente de unos a otros. El tema es  más interesante porque, tratándose de una biblioteca municipal, el perfil social de los usuarios es muy variado, pero la mayor parte de ellos, seguramente, por ese conocimiento natural que da la falta de formación académica, carece de los conocimientos básicos para determinar racionalmente el valor de los libros. Muy probablemente, muchos de los usuarios no conozca  ni el mercado editorial, ni el precio de los libros en el mercado, ni la diferencia entre unas ediciones y otras, ni tampoco la distinción entre el valor perenne de los clásicos y el evanescente de los libros de temporada.  Sea como fuere, en el trueque, la elección individual de cada uno se hace, salvo raras excepciones, como si la mayoría tuviera conciencia de que cada libro  tiene su valor y tuviera conciencia, al mismo tiempo, de que el intercambio merece la pena si el libro que se lleva tiene más valor que el que se deja.

Ahora, pasado algún tiempo, sobre la mesa quedan algunos libros de ensayo de aquella célebre colección de RTVE de tapas negras, los primeros volúmenes de las colecciones que se regalan con la prensa, los primeros tomos de diccionarios enciclopédicos, libros deshojados de la extinta Bruguera y  también cintas de video VHS. Al final, bajo la tácita regla económica de no perder en el intercambio, algunos han roto también la única máxima que, a un lado de la mesa, prescribía los intercambios. Creo que no tardará mucho tiempo que los responsables de la biblioteca, viendo como se ha desvirtuado la interesante propuesta para hacer florecer gratuitamente la lectura mediante un sistema sencillo sistema de cooperación, desmantelen ese oscuro rincón y en su lugar pongan un luminoso ordenador. Por cierto, como ya se pueden imaginar mis lectores, ante ese panorama bibliográfico ya no tiene mucho sentido que alguien malgaste un minuto de su vida en observar lo que entra en juego en el cambio de un libro por otro, porque, sin valor aparente en los libros, en el  coger uno y en el abandonar a su suerte otro, no se perfila en los rostros la más mínima sonrisa aviesa ni la más mínima tensión muscular.

Los lectores de El liberalismo político de Rawls saben que para la reconstrucción de su teoría de la justicia tomó el filósofo de Harvard el modelo de una sociedad cerrada. Lo que yo he visto en esa biblioteca bien podría tomarse como un modelo cerrado de lo que está sucediendo a otra escala, a esa escala desmesurada que llamamos “globalización”. ¿Qué sucedería si los intercambios a escala global se hicieran bajo el mismo principio que ha guiado los intercambios gratuitos en la mesa? La respuesta ya la hemos dado: aunque individualmente se salga ganando, en conjunto, se sale perdiendo: depauperándose el valor de los intercambios se dará el caso de que los futuros participantes ya no tengan objetos valiosos que intercambiar. Y obsérvese que, en esta economía, las acciones altruistas sólo ayudan a alimentar la avidez de quien actúa con egoísmo: póngase un buen libro sobre la mesa y veremos que rápidamente habrá alguien que salga de la biblioteca con una sonrisa anchurosa.

¿Y si fuese el caso que esta mesa de la biblioteca tuviera una pata en cada una de las esquinas del mundo? ¿Y si esta mesa fuera la borgiana biblioteca de babel instalada en propiedad en ese jardín, que ya todos tenemos, de senderos que se bifurcan?  Si se pone una imagen a ese lugar, creo que tendríamos que convenir que, entre otros lugares de intercambio, Internet, y, concretamente, las redes sociales se han convertido no ya en la biblioteca del mundo que soñara Borges sino en esa mesa que a la entrada o salida ofrecía el intercambio de libros sin coste alguno.  Los usuarios y clientes, por ejemplo, de Facebook saben que en poco tiempo se han creado multitud de grupos, la mayoría cerrados, para el intercambio de archivos. “Filosofía en pdf”, “literatura en pdf”, “antropología en pdf”, “ciencia política en pdf”, “teología en pdf”, “derecho en pdf” son algunos de los que conozco. El propósito de estos grupos es, sencillamente, el que sus integrantes pongan a disposición de los demás miembros libros escaneados. Uno de ellos, que tengo a la vista, tiene ya más de 13000 miembros. Cualquier libro de filosofía que pudiera encontrarse en una librería o biblioteca puede, seguramente, encontrarse ahí: los principales manuales de estudio, diccionarios, monografías, libros recién editados, obras completas, etc. En términos globales es relativamente poco costoso escanear, por ejemplo, la Estética de Hegel en la edición de Akal si, al ponerla a disposición del grupo, puedes beneficiarte de tener los diálogos platónicos de Gredos junto a tres mil libros más. Uno puede disponer en el disco duro de su ordenador, hoy por hoy, de más volúmenes que una biblioteca  con un conste tan ínfimo que podría decirse que su construcción es gratis. Se trata de un sistema de intercambio que ya ha dejado obsoletos los programas que antes había para ello. Ninguna “empresa” iguala el poder de la cooperación de los grupos. Y estos grupos irán en aumento porque sus integrantes tienen un gran beneficio a un coste muy bajo. Así, por ejemplo, para cooperar, basta compartir los libros que ya se tienen o disponer de un escáner para digitalizar nuevos libros.  Inocente resulta ahora aquello de que las fotocopias matan al libro. El otro día me llamó la atención que alguien pusiera a disposición de los demás más de 6.000.000 títulos. Por supuesto, no todos estaba escaneados, pero se ofrecía este individuo a realizar el trabajo para libros enteros a cambio de un módico precio. La mayoría agradecieron el ofrecimiento y comprendieron que ese  trabajo bien se merecía ser pagado. Como puede verse siempre hay quien aprovecha la piratería de los demás para hacer un reclamo para el propio negocio y siempre hay quien considera rentable el trabajo de la pirataria.

Ciertamente, por una parte, es interesante ver la potencia que abren las redes sociales como lugares de cooperación, pero, por otra, no podemos abandonar al dispositivo metafísico de tales tecnologías lo que está en juego en el ámbito de la cultura. Es un hecho que las redes sociales hacen posible la cooperación de una manera que hasta hace poco nos era completamente desconocida, pero es un hecho también que los grupos de cooperación no siempre persiguen buenos propósitos.  En la certera imagen histórica, estos grupos son verdaderos piratas en aguas que no son del dominio de ningún Estado. Me consta que a la mayoría de los participantes en estos grupos les guía una buena intención: quieren que se difunda la cultura y que la educación esté disponible para todos poniendo al alcance de la comunidad global las herramientas con las que se construye esta cultura. Muchos de ellos arremeten, por ello, contra los monopolios capitalistas que sólo quieren lucrarse con lo que tendría que ser un bien general; otros, ven que la práctica del intercambio sin coste es el único camino expedito contra los precios abusivos de los libros en el mercado; pero hay otros –la mayoría– que, más acá del idealismo o de la protesta, simplemente, prefieren no pagar el valor de los libros, porque por poco que cueste un libro siempre vale menos tenerlo a coste cero.

La otra tarde mi librero, mientras tomaba nota de unos títulos que quería comprar, me contaba que en el sector del libro se esta viviendo un momento crítico, que en un año se han vendido en la librería la mitad de libros que el año anterior, y que ahora, en plena efervescencia del turismo, tenía abierto todo el día por si los turistas –especialmente los rusos  me dijo– entraban pidiendo libros de la Alhambra. Me comentó también que han despedido ya a varios comerciales de las editoriales y que, en otras librerías más grandes, están haciendo reajustes de personal. El sector editorial español, que ha gozado de buena salud, se está viendo abajo, porque, realmente, las editoriales pequeñas y medianas, que no hacen su agosto con un libro están teniendo serios problemas para mantenerse en el mercado. Se dice, y es verdad, que los libros ya no se compran porque no son un artículo de primera necesidad para muchas familias en estos tiempos de crisis. Pero  creo que el tema está más bien en que los libros, en nuestra sociedad digitalizada, han perdido como objetos el valor que tuvieron. Tengo alumnos con teléfonos de última generación que luego no pueden comprarse un libro de bolsillo, y nadie duda, hoy por hoy, que entre sacar en un reunión de amigos  una tablet o un iphone y un libro de pastas duras lo primero da un prestigio que lo segundo quita. Así como alguien luce con orgullo su celular en la calle o lo pone como objeto de admiración en la barra de un bar, los que acostumbran a llevar un libro han de llevarlo a hurtadillas, escondido de la extrañeza de las miradas.

Creo que, porque hemos perdido la conciencia de lo que se pone en juego en el mercado, hemos perdido también la conciencia de lo que entra en juego en ese modo de intercambios: cuando se compra un libro, por ejemplo, no sólo se reconoce el trabajo de un autor sino que se está sosteniendo toda una industria que hace posible no sólo el intercambio entre un autor y un lector sino muchos otros muchos intercambios a través del dinero que reciben los diferentes trabajadores. Al comprar un libro también se paga a comerciales, a correctores ortotipográficos, a editores, a traductores, a libreros, etc. Mi librero,  ocupado en su negocio, no ha tenido tiempo de husmear lo que se cuece en las redes sociales y no ha tenido noticias  de estos grupos que, como piratas de los nuevos tiempos, operan ilegalmente, llevados eso sí por buenos sentimientos. Mi librero no lo sabía y yo no tuve valor de decírselo. Al salir ese día de su casa-negocio-local pensé en el daño que, en términos globales, hacen estos grupos para el sostenimiento de la cultura. Creo que a la larga, como en esa mesa de la biblioteca, si se generaliza ese modelo de supuesta cooperación, todos saldremos perdiendo. Ya hemos visto desaparecer de nuestras ciudades las pequeñas tiendas de música y hemos visto como en los grandes almacenes el espacio a la venta de discos también ha disminuido. Algo similar creo que está ocurriendo ya con los libros. Y cada tienda de música que se pierde, cada librería que se cierra, cada pequeña editorial que se viene abajo nos lleva un poco más a la barbarie. Los libros no desaparecerán, pero no es extraño pensar en librerías que vendan y editoriales que publiquen sólo o mayoritariamente libros de éxito. Si esto llegara a suceder, aunque dispongamos en el disco duro de un arsenal de libros ya publicados y digitalizados, creo que las armas para luchar contra la barbarie progresivamente irán envejeciéndose.  Aunque a corto plazo pueda verse en el intercambio gratuito de libros un acto de beneficio para la cultura, creo que a largo plazo cada descarga gratuita de libros rubrica con una sentencia de muerte la industria de la cultura.

Fue Mancur Olson, economista y sociólogo, el que en el debate acerca de la racionalidad de las elecciones individuales puso de manifiesto que de la suma de racionalidades individuales pude derivarse una irracionalidad colectiva.  Olson puso de manifiesto lo que se conoce como el problema del  free rider, el problema del polizón o del gorrón, es decir, aquel que no afronta la parte equitativa del coste de producción de un bien o servicio. Cuando se defienden los derechos de autor, cuando se defienden los derechos de propiedad intelectual, no sólo se defiende un privilegio que otorgándoselo a los productores de la cultura se les niega a los consumidores, ni se defiende  a la industria del capitalismo que empobrece al pueblo sino la posibilidad misma de su pervivencia como algo que tiene que ser apreciado, valorado, promocionado y pagado.  Con mayor o menor acierto sabemos que los Estados, en sus dominios, obligando al cumplimiento de la ley, ayudan a sostener los bienes públicos. Si el Estado no nos obligara a tributar, muy pocos lo haríamos y, sin embargo, todo el mundo es consciente de que los impuestos hacen posible un sistema de cooperación eficaz y de largo alcance.  Si la cultura es un bien público, entonces deberíamos comprender el coste que supone generarla, mantenerla y hacerla progresar. De no hacerlo creo que, como en aquella mesa de la biblioteca, los bienes de los que dispondremos serán de un menor valor. Nadie nos asegura que la libertad incontrolable de Internet, esa libertad que no entiende de fronteras ni de leyes estatales, sea, en su otra cara, el control absoluto de quien todo lo domina, de quien saca su propia rentabilidad extendiendo, con esa inocencia que parecen tener los medios, la barbarie y de quien puede eludir toda responsabilidad civil y penal apoyado en esos polizones que, en este mundo globalizado, no duermen.