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Pido para evaluar la responsabilidad de  las decisiones políticas una mirada puesta en el horizonte del tiempo, pido una mirada que contemple la vida, es decir, una mirada que  supere la inmediatez de la estadísticas, de los sondeos de opinión, de las elecciones y de la técnica política, pido una mirada que contemple el daño o acierto que las decisiones de unos pocos provocan en otros muchos.  Si miráramos de este modo a quienes nos gobiernan, entonces habría que concebir la política más que como un sistema y una oligarquía de partidos como un espacio de relación  sostenido, al menos,  por un principio: el  de la igualdad jurídica.

Bastaría para ello con recalar  en el contenido de las palabras que se articulan en los discursos políticos para desenmascararlas  de su uso ideológico, en el sentido  marxista del término, y devolverlas a su lugar en el conjunto de los discursos humanos. Si hoy tuviéramos que elegir un par de palabras alrededor de las cuales se forjan ahora los discursos políticos, no cabe duda de que, entre estas palabras, estarían “deuda” y “herencia”. La crisis es  herencia de una deuda, herencia  que cierra en el futuro el horizonte de posibilidades de una sociedad. Una generación ya ha heredado esta deuda; pero, seguramente,  las  próximas generaciones serán también deudoras de esta herencia. La deuda señala ahora y señalará  luego el modo como unas generaciones entendieron su relación con otras. La deuda son números para las administraciones y para el sector privado; pero, desde el punto de vista histórico y de las oportunidades, la deuda, en el contexto de la crisis económica, se manifesta como lo que  ha marcado ya la vida  de una generación y acomo lo que marcará el destino de  las venideras.

Comentaba mi gran amigo Salvador, y su queja era profunda, que qué había hecho él y su generación para estar en la situación en la que están. Ha habido ya una generación a la que se ha privado de oportunidades de trabajo, a las que se le ha privado de  sus  oportunidades. Ya con casi  treinta años a la espalda muchos de ellos no han conocido lo que es un trabajo digno, lo que es cotizar a la seguridad social, lo que es poder iniciar proyectos de vida personal y lo que es poner en juego sus propias capacidades. Lo vieron claramente los clásicos y nos lo volvió a recordar Arendt: sin trabajo,  sin la participación en la vida económica, la vida de una persona queda reducida a su esfera privada, porque querámoslo o no, la apertura al espacio público y político de relación se realiza en nuestra sociedad a través del trabajo.

Hans Jonas, siguiendo el camino de la Ilustración, nos habló de una ética universal orientada al futuro, es decir, de  una ética que debe procurar “la representación de los efectos remotos”.  Este era para él el primero de los deberes de una ética. Jonas  elaboró los principios de una ética de la responsabilidad en la era de la “civilización tecnológica”. Yo creo que ahora, completando la propuesta de Jonas, tendríamos que elaborar una ética de la responsabilidad orientada al futuro en la que es ya nuestra era: la de la globalización y de la crisis. Una ética orientada hacia la responsabilidad de los efectos que provocan a las generaciones venideras las decisiones que toman los que nos gobiernan hoy.  Tenemos la honda impresión de que muchas de las decisiones políticas, al margen de este principio, se han regido por lo siguiente:  beneficiar cuantiosamente a unos pocos próximos aun perjudicando irreversiblemente a otros muchos lejanos y alejados, tanto en el espacio como en el tiempo de los círculos de poder político.

Pero,  en la era de la globalización, ¿quién se hace responsable del daño que se produce a los que ya no estarán con nosotros?  ¿Quién es el responsable del daño que se ha hecho a esta generación perdida? ¿Qué sujeto? Parece que en nuestra era muchos han colocado en el centro de sus críticas al mercado.  El mercado, como sujeto, es fraccionario y tiene la raigambre del humo. Y, en este espacio globalizado, parece que la responsabilidad  de las acciones individuales se diluye como ese humo agitado por los vientos.  Pero yo creo que muchas malas decisiones se han  ocultado bajo la presencia de ese “omnívoro sujeto” convertido en sustancia de todo otro accidente. Quien culpa a los mercados bajo  la consigna del neoliberalismo suelen olvidar que la economía, también la economía financiera, está regida en última instancia por decisiones de sujetos a los que cabe imputar una responsabilidad, ya sea moral, civil o penal,  y creo que el mercado ha funcionado en  muchos aspectos como la gran ideología que ha ocultado muchas de esas malas decisiones políticas. Me resisto a creer que ya, definitivamente, el poder político, el poder de toma de decisiones para una comunidad humana, haya quedado subsumido bajo el poder político; más bien me inclino a creer lo contrario: que la apelación  al mercado en los discursos ha dado vía libre a muchos políticos para malgastar un dinero que, como el mercado, era de todos y de nadie. (En mi cabeza retumba todavía la conferencia de un político, diputado por más señas, que hablando de la crisis trazó una crítica furibunda al poder de los mercados pero en ningún momento dejó apuntada alguna, aunque fuera leve, responsabilidad a los políticos).

Nadie tiene derecho a gastar lo que no puede pagar y nadie tendría que poder pedir prestado lo que no puede devolver.  Es una regla simple pero en moral, como nos enseño Kant, las reglas son así. No tenemos derecho a dejar el peso de la deuda sobre las generaciones venideras, sobre nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. ¿Por qué habrían de pagar ellos nuestras desmesuras?  Pero la cuestión es, moralmente, más grave, porque, a estas alturas de la crisis, nadie duda de que mucho de lo que se ha gastado no ha sido para inversión  o mantenimiento sino para despilfarro. “Invertir” significa pensar en los otros desde nuestro presente que será su futuro; “despilfarrar”, por el contrario, pensar en los otros desde un presente que será para ellos, en su futuro, la carga de un pasado.  Creo que en ese espacio de relación en el que puede ser pensada la política ya va siendo hora de concebir un imperativo que de forma categórica mande tomar decisiones que no dañen a las generaciones futuras. Se me dirá que cómo sabemos, en el contexto de la globalización,  si nuestras decisiones beneficiarán o dañarán a los que nos seguirán en el espacio político. Esto no podemos saberlo a priori, pero de las fauces de esta crisis va quedando la convicción siguiente: aquello que daña el bien de las generaciones presentes será también un daño y  una mala herencia para las generaciones futuras. Por ejemplo, se nos hace evidente que lo que se malgasta hoy se convertirá proporcionalmente  en  deuda para mañana, una deuda que, cerrando el horizonte de las generaciones que nos sucederán, arruinará trambién, en muchos casos,  unas vidas que no son nuestras.  A esto no hay derecho.